No es posible hablar de diplomacia o de relaciones internacionales sin mirar al Mediterráneo. El origen de los instrumentos de la diplomacia de hoy se encuentra, precisamente, en esa parte del “levante”, en la actual Siria, donde se halló un texto esculpido en piedra de escritura cuneiforme que hace referencia a un protocolo entre el reinado de Elba (Siria) y el reino de D’ Hamzi, el Irán actual. ¡Qué paradoja volver a “redescubrir” el Mediterráneo 2.500 años más tarde y encontrarnos de nuevo a Siria e Irán como protagonistas principales de la actividad diplomática de nuestros días! Es como si “el eterno retorno” no quisiera abandonarnos. Pero no son sólo estas páginas las que ilustran la historia de la diplomacia y su vinculación con el Mediterráneo. La antigüedad clásica, griega y romana, o el esplendor de las ciudades-estado del Renacimiento italiano, son otra prueba del protagonismo mediterráneo en el ámbito geoestratégico y diplomático. Son tantas las contribuciones de la región al desarrollo de la actividad internacional que nos desbordaría la principal pretensión de este artículo centrado, sobre todo, en el pasado más reciente, el presente y el futuro del Mediterráneo.
Es cierto que el “mare nostrum” pierde su protagonismo internacional en el siglo XIX y que sólo la independencia formal de los Estados árabes ribereños tras las II Guerra Mundial le devuelve parte de la centralidad de su larga historia. Sin embargo, el período de la bipolaridad Este-Oeste lo relega a un papel menor y a simples referencias sobre la presencia de la VI Flota norteamericana y a los intentos de la marina soviética de contrarrestarla. “El Mediterráneo, ese mar olvidado”, como he señalado en varios artículos, sólo se utilizó como lugar de encuentro al final de la rivalidad soviético-norteamericana.
La entrevista entre Mijail Gorbachov y George H. W. Bush que marcó el comienzo del fin de la “guerra fría” en aguas de Malta.
Habrá que esperar al tímido despertar de Europa para que se ponga foco en la región y surja un nuevo interés esencial para los países de la Unión Europea. No fue un despertar fácil. Y, como no podía ser de otra manera, fueron los países del Sur los que iniciaron los primeros intentos de elaborar una nueva política hacia la zona.
En los años 90, Francia, Italia y España iniciaron una revisión de la política mediterránea. Así surgió el 5+5 y otras propuestas para el Mediterráneo Occidental. Todas estas iniciativas de los países del “Arco Latino” sirvieron para sensibilizar a los restantes países europeos. Unos años más tarde, y tras el intento infructuoso del ministro italiano de Asuntos Exteriores De Michelis por establecer una C.S.C.M. (Conferencia de Seguridad y Cooperación en el Mediterráneo), similar al Acta de Helsinki para los países del Este, se avanzó en la idea de ampliar el marco geográfico y temático de las iniciativas mediterráneas. La Unión Europea debía estar presente en su totalidad y sin excluir a nadie y, lógicamente, tampoco a Israel.
La caída del Muro de Berlín y el reforzamiento de los instrumentos y políticas hacia el centro y el Este de Europa evidenciaron también que el “Sur” no podía quedar relegado de la nueva arquitectura europea de vecindad. Es así como surgió el Proceso de Barcelona; iniciativa diplomática “revolucionaria” por su ambición y también por su concepto. Por primera vez se establecía un enfoque global de la realidad euro-mediterránea y se trataba de dar respuesta a todos los desafíos de la región, ya fueran políticos o de seguridad, económicos y financieros, pero también, y por primera vez, humanos y culturales.
La voluntad de iniciar “un proceso” fue unánime, pues todos fuimos conscientes de las dificultades a las que nos enfrentábamos y de la necesidad de ganar tiempo para crear ese espacio euro-mediterráneo. La Declaración de Barcelona fue la expresión de la voluntad política y del compromiso constituyente de crear juntos un marco de convivencia y de prosperidad compartida. Su nacimiento fue espoleado por la existencia de un clima favorable de paz en Oriente Medio y por la esperanza de que el conflicto árabe-israelí se resolviera en breve. Su estancamiento y el retorno a la tensión árabe-israelí hicieron de “Barcelona” un rehén incapaz de desatarse de esa lógica de bloqueo e intransigencia tan presentes en Oriente Próximo.
El “Proceso de Barcelona” tuvo sus luces y sombras, pero analizado con perspectiva creo que es justo reconocer que tuvo más luces que sombras. Ninguna de sus propuestas o actuaciones tuvieron efectos negativos. Todos sus esfuerzos se encaminaron a relajar las tensiones y a proponer soluciones. Es cierto que le faltó más convicción política y determinación, pero su balance no pude considerarse negativo.
Con el acervo del “Proceso de Barcelona”, la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno euro-mediterráneos fijó en París, en julio de 2008, las grandes líneas de la Unión por el Mediterráneo. La propuesta del ex-presidente francés Nicolás Sarkozy hizo gala de un voluntarismo exagerado, que luego se abandonó en la primera crisis surgida. Su planteamiento era acertado: hagamos una unión política con un encuentro al más alto nivel de jefes de Estado y de Gobierno cada dos años para analizar estratégicamente el futuro de la zona. Sólo se celebró uno. Cuanto más necesaria era la reunión de jefes de Estado y de Gobierno para salvar la crisis de Oriente Medio se prefirió postergar y aplazar el encuentro. Faltó valor y compromiso político para tomar las riendas del futuro de la zona. La UPM además se proponía llevar a cabo proyectos concretos de infraestructuras, energía solar, medio ambiente, cooperación… Desgraciadamente, éstos nunca avanzaron.
Para dar continuidad institucional se creó la Secretaría General de la Unión por el Mediterráneo en Barcelona; un proyecto esencial que no ha contado con los medios necesarios y adecuados. Tomó el relevo del “Proceso de Barcelona” con un formato institucional mejorado, nuevos miembros y objetivos adicionales, sin abandonar sus ejes esenciales: político y de seguridad, económico y comercial, social y cultural, y justicia y asuntos de interior. Las orientaciones del “Proceso de Barcelona” continuaban marcando los derroteros fundacionales de la política euro-mediterránea que, como recoge la Declaración de 1995, se encamina a “hacer de la cuenca mediterránea un ámbito de diálogo, intercambio y cooperación que garantice la paz, la estabilidad y la prosperidad, para lo que se precisa consolidar la democracia y el respeto de los derechos humanos, lograr un desarrollo económico y social sostenible y equilibrado, luchar contra la pobreza y fomentar una mayor comprensión entre las diferentes culturas”.
En este contexto, en el año 2011, se hizo posible lo improbable. La caída del Presidente Ben Ali y el inicio de la denominada “primavera árabe” que han modificado el marco estratégico de la región. Por todo ello, creo llegado el momento de redefinir nuevamente la relación euro-mediterránea. La citada “primavera árabe” nos brinda una nueva oportunidad, pero sobre todo, nos obliga a revisar exhaustivamente las políticas del pasado. Es hora de replantearse un nuevo marco de relaciones.
Las “nuevas independencias” árabes, la revolución de los países del Norte de África o la metamorfosis de sus sociedades, nos exigen reconocer las legitimidades políticas de la orilla Sur del Mediterráneo. El factor fundamental que impidió avanzar y profundizar en el legado del Proceso de Barcelona fue, precisamente, la falta de legitimidad democrática y política de los países del Sur. Hoy, sin embargo, ese factor clave ha cambiado y tenemos por primera vez interlocutores válidos y representativos. Es por ello que debemos enfocar las relaciones de una manera totalmente diferente, tanto desde el punto de vista formal como sustancial.
En relación con la forma, debemos acabar con el pretendido protagonismo del Norte, pues corresponde al “Sur” definir y ofrecer la visión de futuro que desea para esas relaciones. De ahí que lo apropiado sería que los actores del Norte de África y aquellos con mayor legitimidad fuesen los primeros en hacer un llamamiento para la reconstrucción del espacio euro-mediterráneo. Una idea que podría ser atractiva y coherente con esta nueva realidad sería la convocatoria de una “Convención Euro-Mediterránea”. Esta convocatoria la deberían anunciar las autoridades tunecinas por haber sido Túnez el país que tuvo la valentía y el coraje de enseñar el camino de la democracia y el fin de los regímenes autoritarios. Implicaría también poner el marcador a cero y convocar a todos los actores relevantes: políticos, parlamentarios, sociedad civil, hombres de negocios, ONG’s, periodistas, representantes del mundo de la cultura y del arte… La convención podría durar unos seis meses y concluir con la adopción de un texto en el que se recogiesen los principales ejes del futuro de la asociación euro-mediterránea. Las propuestas podrían abordar cuestiones políticas y de seguridad, económicas y financieras, sociales y humanas.
Una política euro-mediterránea sólida abriría las puertas al acompañamiento y a la acción para la resolución de crisis políticas todavía vigentes: conflicto de Oriente Medio, cuestión del Sáhara Occidental, Chipre… Permitiría abordar también cuestiones relativas a la nueva seguridad del siglo XXI como la eliminación de las armas de destrucción masiva, acuerdos sobre limitación de armamento y de desarme, terrorismo, delincuencia organizada, corrupción, inmigración ilegal, narcotráfico…
Para favorecer y estimular el surgimiento de un espacio común de paz y de estabilidad en el Mediterráneo es hoy más necesario que nunca el diálogo político multilateral, con el fin de que se produzcan avances contrastables en materia de derechos humanos y libertades fundamentales, e intercambiar experiencias de buenas prácticas en estos ámbitos. Tras la “primavera árabe”, el Mediterráneo puede y debe convertirse en un espacio de integración democrática y de respeto a los principios del Estado de Derecho, independientemente de la organización de los sistemas políticos, judiciales, económicos y socioculturales. Podemos constituir una referencia global de respeto a la soberanía de los Estados, a su integridad territorial y de igualdad de derechos de los pueblos. Tenemos las capacidades para abrir la asociación euro-mediterránea a la participación activa de la sociedad civil y reforzar la cooperación entre las autoridades regionales y locales.
Dentro de las cuestiones económicas y financieras cabe señalar que no basta con la Facilidad Euromediterránea para la Inversión y el Partenariado (FEMIP) del Banco Europeo de Inversiones (BEI). Tampoco la ampliación de competencias del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD) porque, en mi opinión, lo que se necesita es un Banco Mediterráneo; una entidad financiera propia, de capital público-privado, y con recursos procedentes de la Unión Europea, Estados Unidos de América, el Golfo Pérsico, China, Japón… El nuevo banco se podría constituir en forma de asociación y no sólo bajo el dictado único de Bruselas. No es suficiente el interés del BEI o del BERD, pues en estos años no ha habido una decisión en firme sobre una estructura operativa para financiar proyectos estratégicos en la región y no se ha incrementado la cooperación financiera.
Los seis grandes proyectos que vertebran la iniciativa de la Unión por el Mediterráneo (descontaminación del mar, autopistas terrestres y marítimas, protección civil, plan solar mediterráneo, red de cooperación en investigación y enseñanza superior y desarrollo empresarial) requieren no sólo del diálogo y la voluntad política, sino también de un soporte financiero y de la necesaria e imprescindible cooperación público-privada, como elemento motriz de la nueva realidad euro-mediterránea.
El estímulo financiero es necesario para incidir de forma eficaz en la promoción de un desarrollo socioeconómico sostenible y equilibrado que nos conduzca al objetivo de una “zona de prosperidad compartida”. Los avances en materia fiscal podrán permitir la conformación de una Zona de Libre Comercio (ZLC) que elimine progresivamente las barreras aduaneras en los intercambios comerciales de productos manufacturados. Es conveniente favorecer el libre intercambio, armonizar legislaciones y procedimientos aduaneros, así como remover obstáculos técnicos de difícil justificación sobre servicios o productos agrícolas. La modernización de la agricultura de los países ribereños del Sur permitiría impulsar complementariedades en el sector primario, e incluso, estudiar las posibilidades de favorecer una política agraria común: una PAC euromediterránea.
La aspiración a una Zona de Libre Comercio podrá colaborar también a la consolidación real y efectiva de la Unión del Magreb Árabe (UMA). Mucho se ha hablado del “coste del no Magreb” y, sin duda, políticos, diplomáticos y técnicos somos conscientes de que esa Unión favorecería el desarrollo de la zona y sería un revulsivo para todo el espacio euro-mediterráneo y la propia comunidad internacional.
Habría que poner en marcha la Iniciativa Mediterránea de Desarrollo Empresarial para el apoyo a las pequeñas y medianas compañías, pues su consolidación será primordial para la creación de empleo, la estabilidad social y la integración de las economías, al tiempo que facilitará la transferencia de tecnología e innovación. Lo que en su día fue un novedoso proyecto de la Unión por el Mediterráneo no ha perdido vigencia, porque las pequeñas y medianas empresas recibirían un apoyo importantísimo que tendría un reflejo claro en el desarrollo de las economías del Sur y en la potenciación de la mujer en la conformación del modelo económico de la región Euro-mediterránea.
Para que este modelo sea sostenible y viable la región necesita diseñar un mix energético y estrechar la cooperación multilateral en esta materia, y no sólo en combustibles fósiles. Creo que sería de interés plantear un “partenariado energético” que potenciase las energías limpias e hiciese coherente ese mix. De ahí que siga vivo el interés por el Plan Solar Mediterráneo y la creación y mejora de redes eléctricas entre ambas riberas. Este plan se marcó como meta alcanzar los 20 GW para lograr un consumo del 20% de energía limpia, y reducir la dependencia de los hidrocarburos y las emisiones contaminantes.
La cooperación euro-mediterránea tiene capacidad para desarrollar recursos humanos en igualdad, favorecer el intercambio entre sociedades civiles y la comprensión entre culturas. En este sentido, la Declaración de Barcelona tuvo en consideración la importancia del diálogo intercultural e interreligioso, así como la función de los medios de comunicación para el conocimiento y la comprensión de las culturas. Debemos impulsar avances en esta dirección para implementar el conocimiento mutuo, que se estrechará con intercambios culturales, el aprendizaje de lenguas o la realización de programas educativos que contribuyan al desarrollo social y al respeto a los derechos civiles y sociales fundamentales. Para ello, contamos con la Alianza de Civilizaciones, sus planes nacionales, y los programas de agencias y fundaciones que, como UNESCO, Anna Linhd, Casa Árabe, Casa Mediterráneo, el IeMed, el Centro Internacional de Toledo para la Paz, por citar sólo unos ejemplos, trabajan por hacer del Mediterráneo un lugar de conocimiento, encuentro e intercambio.
Las trabas a la movilidad de los ciudadanos pueden abortar las aspiraciones de la comunidad euro-mediterránea, porque generan desconfianzas y recelos, y favorecen tendencias proteccionistas y nacionalismos y radicalismos exacerbados. Habría que alcanzar un gran “pacto de circulación” en el Mediterráneo y gestionar con eficiencia y seguridad los flujos migratorios. Así lo planteamos el 10 y el 11 de julio de 2066 en la Conferencia Euro-Africana sobre Migración y Desarrollo de Rabat. En ella se hizo una apuesta por un tratamiento integral de la inmigración que incluía las sensibilidades de los países emisores, receptores y de tránsito, e iba desde la defensa de los derechos humanos al compromiso con programas de desarrollo social y económico. Los copatrocinadores de este Conferencia, Marruecos y España, consideramos que Europa y África tenían experiencia suficiente en migraciones y que era el momento de encontrar el difícil equilibrio entre movilidad y seguridad. Al igual que la Unión Europea liberalizó los visados del Este para investigadores, hombres de negocios, estudiantes, artistas…la región Euro-mediterránea debe avanzar en un acuerdo que permita la fluidez del tránsito de personas.
El futuro de la región euro-mediterránea puede ser el fiel de la balanza de los cambios geoestratégicos que se vislumbran en el siglo XXI y, sin duda, un libro abierto del que aprender lecciones del pasado y en el que podemos escribir el presente, con voluntad ciudadana y determinación política, e imaginar un futuro de páginas de colaboración y cohesión.