Europa despertó horrorizada a finales de agosto de 1572 por la matanza de San Bartolomé en París. La demonización de las creencias de católicos y protestantes hugonotes propició una escalada de violencia que culminó con esta masacre y profundizó en las guerras de religión. Escenas dantescas como la de Oslo y la de isla de Utoya interpelan a la comunidad internacional y a los europeos este verano, 439 años más tarde, para que cerremos definitivamente las puertas a la barbarie, así como a la justificación política, cultural o religiosa de actos terroristas como los de Noruega.
Desde las páginas de este periódico quiero expresar mi más sentido afecto y solidaridad por las familias de las víctimas y por los noruegos que dan muestras de su consabida tolerancia y respeto a los valores democráticos, mientras ahuyentan el fantasma del pánico y reafirman su apertura.
La Europa del siglo XXI es por naturaleza democrática y multicultural, y no debe admitir la amenaza del extremismo trufado de xenofobia y nacionalismo. La dinámica política europea, globalización versus nacionalismo, no puede permitir la influencia de partidos que ganan representación parlamentaria a costa de chivos expiatorios y emociones espurias. La Gran Recesión, unida a la escasez de empleo y al empobrecimiento de las sociedades desarrolladas, generan malestar ciudadano y desapego político, y son el caldo de cultivo de nuevos y viejos extremismos que comparten el uso de la violencia contra civiles.
En nombre de las víctimas de Noruega y en el de muchas otras pertenecientes a países que han sufrido ataques terroristas o viven bajo su amenaza, tenemos que poner freno a los extremismos y a las espirales de violencia verbal en la esfera política. La historia europea contemporánea sabe a dónde conducen estas prácticas político-partidarias y hoy, junto al antisemitismo, debemos combatir la islamofobia, principal blanco de la propaganda del odio, como escribió Stieg Larsson.
Frente al odio, el fanatismo, la mentalidad sectaria o la exaltación de la violencia, y como reafirmación del devenir de la Historia, los presidentes de los gobiernos de España y Turquía propusieron en la 59 Asamblea deNaciones Unidas, en 2004, la iniciativa de la Alianza de Civilizaciones. El presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y yo mismo, fuimos conscientes de la necesidad de promover un diálogo estructurado y eficaz para evitar confrontaciones y violencia en nombre de opciones ideológicas, culturales o religiosas, al tiempo que se establecían garantías para el mantenimiento de la amplitud y extensión de los derechos humanos y ciudadanos
Los atentados de Noruega reafirman la vigencia y actualidad de la Alianza de Civilizaciones, iniciativa consolidada en el seno de Naciones Unidas, que cuenta hoy con más de un centenar de países y de organismos regionales y multilaterales. La Alianza de Civilizaciones, que se articula a través de sus foros y de medidas concretas recogidas en planes nacionales, debería ser un medio eficaz para combatir la demonización de la diferencia y para asegurar nuestros márgenes de libertad y seguridad. El futuro de la Alianza pasa por profundizar en sus cuatro ejes de acción: juventud, educación, migraciones y medios de comunicación, así como por la optimización que de sus potencialidades deliberativas y proactivas. Frente a lo que opinan sus detractores, la Alianza es un medio político de alcance con incidencia directa en los ámbitos de la paz y la seguridad. Para evitar más muertes como las de las víctimas de Noruega bien vale apoyar y reforzar la Alianza de Civilizaciones.
Publicado en El País